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Tumbarse de madrugada sobre la arena congelada del báltico, frente a la línea negro infinito del ártico, las luces lejanas de un pueblo maldito, en una playa escondida detrás de un bosque húmedo, inmenso, acompañada, no muy de cerca, por la torre de babel, lamezcla de voces, respirar bien profundo, como si fuese la vida a quedarse entre las piedras, inacabables, grandes, grises, hacer el último esfuerzo y resistir hasta estar seguro de que el cielo, el peso grave y firme del cielo, va a caer sobre tu cuerpo tumbado de madrugada sobre la arena congelada del ártico. Respirar.
Y levantarte, salir, beberte una cerveza, compartir una manta de lana, desayunar, comer, cenar visitar ciudades portuarias, que como dice un asturiano -si, es verdad que están en todas partes-, son horribles a su forma, nada acogedoras pero muchas veces increibles-, escalar dunas gigantes para que, sólo los más valientes, las bajen luego rodando, caminar, meter la mano en el agua mansa, congelada.